viernes, 11 de septiembre de 2009
Stockholm Show
1973
Era verano en Estocolmo. Birgitta Sorensen acudió al banco Kreditbanken a efectuar un depósito. Ella era secretaria de una firma de abogados en la ciudad y habitualmente acudía a esa sucursal, situada muy cerca de su oficina y en pleno centro de la ciudad, en la calle Hötorget, a media cuadra del Konserthuset, donde tomaba clases de violonchelo al terminar las labores de la oficina. Birgitta era una valquiria rubia de l.89 metros de estatura; tenía ojos azules como sus tres hermanas, su madre y su abuela, pero los suyos contenían el frío de los fiordos cuando miraba. Tenía 24 años y estaba comprometida con Ake Dahlberg, un joven y exitoso corredor de bolsa un par de años mayor que ella, con quien casaría a principios de noviembre, teniendo así pretexto para visitar las Antillas y permanecer ahí tres semanas, conociendo los interludios del amor y el matrimonio en un ambiente de treintaidós grados centígrados promedio.
Cuando entró a la sucursal del Kreditbanken, Birgitta iba pensando en comprar brea saliendo de ahí para mejorar la tracción del arco de su violonchelo. No se dio cuenta de que detrás de ella entraban también los tres sujetos que en cuestión de un minuto amagaron al único policía bancario que estaba armado con un tolete de madera de arce, de fabricación canadiense, para robar el banco; acto que debía durar un par de minutos. O así les dijeron. Así estaba planeado.
Las cosas se complicaron; el subgerente alcanzó a llamar a la policía por medio de un timbre de seguridad debajo de su escritorio mientras el gerente perdía tiempo deliberadamente intentando abrir la bóveda; todas esas escenas de Butch Cassidy que Birgitta tenía frescas pues las había visto en el cine, con su novio, una semana antes. El robo se convirtió en secuestro; cuando la valquiria rubia se dio cuenta de que su axila izquierda comenzaba a tener un hedor poco usual, cayó en cuenta de que llevaba más de doce horas dentro de la sucursal. Al principio había sudado copiosamente, al grado de pensar que expelía sangre debido al nivel de la situación. No era una mujer temeraria pero sí valiente. No lloraba por nimiedades. Procuraba no llorar nunca y evocaba la frialdad de los fiordos en sus ojos; sin embargo, en situaciones de estrés, solía sudar como si deambulara por los trópicos. Fue entonces cuando se acercó por primera vez Marc, uno de los tres asaltantes, y le dijo en un sueco afrancesado algo acerca de sus ojos que la hizo reír. Él dejó ver una sonrisa franca, como cuando uno se enamora por primera vez.
A partir de ese momento, ella no volvió a sudar más de lo normal en los siguientes días que duró el secuestro. Marc y sus secuaces procuraron comida y bebida a los rehenes; Birgie, como la llamó el secuestrador, fue premiada con un roll-on exclusivo para su aseo personal. Las negociaciones se llevaron a cabo desde el teléfono del gerente, quien colaboró con los secuestradores como si asistiera a una junta de consejo. En esos días de ocio, conversaban acerca de sus vidas y sus familias, comían pizza y sándwiches de salmón y hasta llegaron a tomar un trago de vodka, que Marc repartió entre los rehenes. Una noche, Birgie soñaba que era perseguida por un monstruo mitad oso, mitad diablo, mientras ella corría desnuda entre los abetos de un bosque. Marc le acercó una manta y le tapó los pies que estaban fuera del sillón; ella despertó y se dejó acariciar la cara tiernamente por el delincuente. En ese momento olvidó que estaba comprometida con Ake; olvidó sus planes futuros y olvidó también su violonchelo. Dejó que el secuestrador se confiara en sus caricias y cuando lo tuvo a tiro, le plantó un beso en la boca, largo, bello y pegajoso que quedó registrado en una de las cámaras de vídeo de la sucursal.
Al sexto día, Marc y sus secuaces se rindieron. Todos los rehenes fueron liberados. Todos ellos, encabezados por Birgitta, se negaron a declarar en el proceso posterior a los delincuentes.
Birgitta se casó con Ake en una ceremonia protestante en una playa de la Martinica en noviembre de ese mismo año. Se divorciaron dos años después. Ella volvió a casarse cinco años después con un exconvicto regenerado. Escribió una novela que llamó “Stockholm syndrome” con poco éxito en las librerías.
2009
Era la sexta mañana que despertaba en el Hotel Coti, en la Avenida Uxmal del centro de Cancún. Sudaba copiosamente mientras defecaba en el excusado, donde no llegaba el aire del ventilador del cuarto. Para hacer más rápido el trance se concentró en el boleto de avión de Aeroméxico, vuelo 508 Cun-Mx, y cuando vio la fecha notó algo raro: tantos nueves no eran más que una señal de Jehová. Volteó el papel y encontró la señal: seis, seis, seis; el número de la Bestia.
Había que hacer algo rápido; Jehová se lo decía, se lo estaba diciendo cuando compró las latas de jumex en el Oxxo de la esquina y los foquitos rojos, naranjas y violetas que encontró en la ferretería El Candado a la vuelta del hotel. Camino al aeropuerto ya tenía redactado y repasado mentalmente el pliego petitorio al Presidente Calderón; no sería propiamente una petición, sino una exigencia: México corre peligro hoy, Señor Presidente, se lo digo ante este centenar de mujeres reporteras que nos acompañan, Señor Presidente, como muestra de que la mujer es el conducto de alma pura hasta Jehová, hoy Señor Presidente, noveno día del noveno mes del noveno año, el demonio se hará presente aquí; yo vine a prevenirlo Señor Presidente, por eso dimos siete vueltas a la Ciudad de México a veinte mil pies de altura, Señor Presidente, para a conjurar el mal, porque Jehová y sus ejércitos salvarán a su país, Señor Presidente, que también es mío.
Pasó los controles de seguridad del aeropuerto sin ningún contratiempo. Bebió uno de los jugos jumex con calma y tiró el contenido de los otros tres en el baño de la sala A. En el retrete armó los artefactos con cinta plateada y una calculadora que le regaló su esposa en su último cumpleaños. Los foquitos rojos, naranjas y violetas centelleaban bien bonito; no había duda, Jehová estaba con él.
Todo sucedió tan rápido que las siete vueltas sobre la ciudad pasaron a segundo término, las mujeres reporteras nunca aparecieron y conversar con el Señor Presidente quedó para otro día. Cuando se dio cuenta, los policías tipo SWAT lo tenían encañonado por todos lados con sus armas negras.
Este viernes, después de las averiguaciones previas, va camino al Reclusorio Oriente a bordo de una suburban blanca, acusado de terrorismo, secuestro, interferencia en vías federales de comunicación y lo que resulte; rodeado de dos encapuchados de armas largas y negras. Va cantando loas a Jehová.
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