martes, 21 de julio de 2009

La niña de Chimalistac


Había una vez una niña que vivía en Chimalistac, que por esos años era un suburbio, un semipueblo de la Ciudad de México. A la niña la mandaba su mamá a comprar carbón, porque la estufa no era de gas, el gas es un invento que se popularizó en México hasta los años sesenta, y desde entonces los frijoles nunca sabrían como cuando se guisaban en estufa de carbón.
La pequeña, que tendría unos ocho años, le gustaba ver. La niña era un petit voyeur. Salía corriendo de la casa y observaba los movimientos de cada uno de los habitantes del pueblo de Chimalistac en el trayecto hacia la carbonería: desde el carnicero hasta el cura que oficiaba en el Templo del Carmen, las sirvientas de las casas elegantes que iban a comprar las tortillas, y los borrachines que quedaban fulminados cerca de la cantina. Hacía dibujos mentales que luego contaba a su cuadrilla de amiguitos que se juntaban por las tardes, a escondidas, en la azotea de su casa; después arrojaban piedras al chofer del General, un vecino militar, y luego, cuando comenzaba a caer la noche, bailaba la danza del Yindio Verde.
Lo mejor de las excursiones a la carbonería era pasar junto a la Cantina El Encanto. Era como en las películas de vaqueros: tenía puertas giratorias y un letrero donde, a duras penas, podía leer "prohibida la entrada a mujeres, menores de edad y uniformados". Cuando pasaba junto a esa puerta de cantina, la invadía el olor acre del pulque, la cerveza rancia y los orines del mingitorio que estaba cerca de la entrada. Le daban unas ganas irresistibles de echar una mirada al interior del establecimiento; podía escuchar las palabrotas y las groserías de los albañiles, trabajadores de demolición del Pedregal y los demás parroquianos sedientos, pero ella quería verlos. Escucharlos sólo era el cebo de la excitación visual.
Un día, escuchó palabrotas más fuerte que otros días, además de ruidos como mesas, sillas y botellas que caen y se rompen. No pudo resistir la curiosidad y se agachó pecho-a-tierra atisbando por debajo de la puerta giratoria; la cantina se desplegaba frente a ella en technicolor y en gran angular. Vio como un albañil escupía un montón de maledicencias a un trabajador de la Compañía de Luz agobiado por los pulques, éste a su vez comenzó a aventar sillas, mesas y todo lo que encontraba a su paso y luego, el cantinero, a quien identificó por su mandil blanco, se interpuso entre ellos: "si se van a pelear, mátense, pero fuera de esta pulquería!" La niña se incorporó de un salto, y al verse en primera fila del improvisado ring callejero, se frotó las manos.
El albañil peleaba como un león y derribó a su rival en dos ocasiones, pero éste, un tanto más borracho, sacó un puñal que tenía escondido en el cinto y se lo hundió en la barriga. La niña alcanzó a escuchar el estertor sordo de las tripas del albañil y vio como una miasma púrpura salía a chorros de su vientre moreno. Su rival echó a correr cuando comenzaron a llegar los "tamarindos" y escapó de la escena. Uno de esos policías, cuando se percató que el albañil yacía muerto, preguntó a la audiencia que miraba al albañil, ya cadáver "¿alguien podría identificar a quien apuñaló a éste hombre?" y la niña levantó la mano y jaló aire para gritar un ¡¡¡yoooooooo!!! cuando la mano de Conchita, la carbonera, le tapó la boca sin que pudiera emitir más que un gemido que el policía no vio.
La niña tuvo pesadillas varias noches hasta que una mañana, en el colegio, una de las monjas del Simón Bolívar pidió que dibujaran lo que habían hecho en vacaciones. La niña contó con sus lápices de colores todas las aventuras de sus excursiones a la carbonería en un cuaderno de papel ledger; la composición la tituló "El bien y el mal" y de un lado dibujó un banco y a gente llevando su dinero ganado honradamente. Por ahí puso un Buick último modelo, como el del General, que se aleja del banco una vez depositados sus ahorros. Del otro lado del papel, dibujó a la Cantina El Encanto, tal y como se acordaba de ella; dibujó al policía de barrio con su uniforme de "tamarindo", a los borrachos, vagos y demás personajes que se hallaban por ahí, y en la parte inferior derecha, puso la escena del pleito fatal del albañil y el trabajador de la Compañía de Luz.
A partir de esa noche pudo volver a dormir sin pesadillas.

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La niña creció, se enamoró de un estudiante de medicina colombiano y se casó con él. Tuvo tres hijos; el mayor soy yo. La niña es mi madre. Ya no dibuja, pero borda vestiditos para niñas y con siete décadas a cuestas, juega tenis cuatro días a la semana. Ha ganado varios torneos de su categoría, inclusive fuera de México. Le siguen entusiasmando las cantinas y el tequila. Es una extraordinaria narradora de los pasajes de su infancia y juventud y me regaló hace poco su colección de dibujos de primaria, uno de los cuales llega hasta acá vía San Escáner. Este post va dedicado a mi Amá, con todo el amor que le puede dar su hijazo de su vidaza.

domingo, 19 de julio de 2009

Magalí


Te fuiste sin avisar. Muy rápido. Irremediablemente.

Tan rápido que todavía puedo escuchar tu voz al teléfono en mi oído. Tu risa. Tu voz de siempre, de amiga, de madre, de consejera. Tu voz solidaria.

Te fuiste muy rápido, pero dejas un recuerdo muy hondo. Querida amiga. Tu terquedad me regaló a la mujer que amo y con quien vivo. Querida siempre.

Y ahora, que comienzo a asimilar la naturalidad de tu partida, me queda tu póstuma lección; vivir como nunca, vivir como si fuese el último día y nunca olvidar decir "te quiero mucho".